Dueña, al fin, de su destino 
Luna

En las noches más oscuras de su infancia, cuando el mundo que la rodeaba le resultaba asfixiante, subía a la azotea de su casa para encontrarse con la Luna. En ella descargaba toda su rabia e impotencia, a ella le gritaba entre lágrimas que por qué, le imploraba que cambiara el curso de su destino, le rogaba que sus padres entraran en razón. Era su única amiga, su confidente, su consuelo, su luz. Ahora, cuando es una mujer feliz y segura de sí misma, le pide un último favor: Préstame tu nombre para contar mi historia.

Luna nació en el seno de una familia marroquí en una ciudad del sur de España bañada por el Mediterráneo. Hija única, fue una niña educada en la obediencia y en la caduca premisa del quien bien te quiere te hará llorar. No solo por el peso de la tradición y las viejas costumbres, sino también por la presión del entorno social. A Luna le estaba prohibido tener amigas, ir sola a ninguna parte. No, no y no. Y más no es por el mero hecho de ser mujer. Educación estricta y restrictiva con unos argumentos que ella, desde muy pequeña, ni entendía ni compartía.

Educación estricta con unos argumentos que ella, desde muy pequeña, ni entendía ni compartía.

Con la primera menstruación, a los once años, el padre se planteó que abandonara sus estudios. Era ya mujer, hora de buscarle marido. Por fortuna, la idea de dejar el colegio no prosperó; por desgracia, sí la de casarla. A los doce la prometieron con un hombre que le doblaba la edad. Ella no quería esa vida, quería estudiar y un futuro en el que ella tuviera la última palabra. Intentó una y otra vez, y siempre sin éxito, que sus padres la escucharan, la entendieran. Ni hablar. Lo hacían por su bien, le respondían. Mujer sola, mala vida, añadían. Tampoco el hombre con el que la habían prometido entendía sus razones, al contrario, quería casarse y cuanto antes, mejor. Ansiedad, estrés, soledad, rabia y llanto. Sin embargo, por una vez, la suerte cayó de su lado y el compromiso se rompió a los tres años, por razones que nada tenían que ver con su negativa, sino por unos malentendidos entre ambas familias. Sus padres siguieron buscando candidatos a marido, mientras ella, cada vez más desesperada, buscaba refugio en los estudios, su gran pasión, y en la luna.

“A Luna le estaba prohibido tener amigas, ir sola a ninguna parte”

Llegó la hora de dar el salto a la universidad y, para estudiar el grado en el ámbito social que quería, tenía que mudarse a otra ciudad, lejos, muy lejos, de su casa. Por fin, pensó, se liberaría del yugo paterno. Craso error. Se trasladó a Cataluña, a casa de una prima de su padre, una mujer que resultó ser más estricta, severa e incomprensiva que sus propios progenitores. El acuerdo entre ambas familias escondía, además, una cláusula de la que ella, por aquel entonces, nada sabía: se casaría con el hijo de esa familia. De la ilusión por ir a la universidad a la cruda realidad solo pasaron unos meses. La vida con esa mujer, que cada dos por tres le hablaba de su hijo, era un calvario. La presión se intensificó y a los pocos meses ya le habló de tener relaciones con el joven. Ni hablar, se dijo. Y llamó a sus padres para que tomaran cartas en el asunto. Y esa conversación fue un jarro de agua fría: sí, había un compromiso. Otra vez por qué, por qué no la escuchaban, por qué no la entendían, por qué no respetaban su voluntad. Madre e hijo intentaron forzar la situación; ella se moría de miedo. De nuevo, ataques de ansiedad y la aparición del insomnio; se quedaba despierta temiendo que el hombre, de carácter violento, entrara en su habitación. Los estudios volvieron a ser su refugio y su salvación.


Craso error. Se trasladó a Cataluña, a casa de una prima de su padre, una mujer que resultó ser más estricta, severa e incomprensiva que sus propios progenitores. El acuerdo entre ambas familias escondía, además, una cláusula de la que ella, por aquel entonces, nada sabía: se casaría con el hijo de esa familia. De la ilusión por ir a la universidad a la cruda realidad solo pasaron unos meses. La vida con esa mujer, que cada dos por tres le hablaba de su hijo, era un calvario. La presión se intensificó y a los pocos meses ya le habló de tener relaciones con el joven. Ni hablar, se dijo. Y llamó a sus padres para que tomaran cartas en el asunto. Y esa conversación fue un jarro de agua fría: sí, había un compromiso. Otra vez por qué, por qué no la escuchaban, por qué no la entendían, por qué no respetaban su voluntad. Madre e hijo intentaron forzar la situación; ella se moría de miedo. De nuevo, ataques de ansiedad y la aparición del insomnio; se quedaba despierta temiendo que el hombre, de carácter violento, entrara en su habitación. Los estudios volvieron a ser su refugio y su salvación.


Sus ruegos cayeron otra vez en saco roto. Se fijó fecha para la boda. Se sentía sola y perdida. No había salida. Desesperada, se sinceró con dos compañeras de clase con las que había hecho amistad. Las chicas llamaron a servicios sociales y Luna acabó encontrando el apoyo que tanto necesitaba en Valentes i Acompanyades, una asociación que trabaja para acabar con los matrimonios forzados, una grave manifestación de violencia contra las mujeres, contra su autonomía, integridad física y emocional. Contra su proyecto de vida. Una violencia invisible y compleja, pero que existe. También aquí, cerca de nosotros. En Cataluña, los Mossos d’Esquadra han intervenido unos doscientos casos en catorce años.

Luna abrió una nueva etapa en su vida. Por primera vez se sentía acompañada, por primera vez no era juzgada ni presionada. La dejaron decidir y respetaron sus decisiones. La entidad buscó un alojamiento para que pudiera salir de la casa. No fue un paso fácil, estaba entre la espada y la pared. Quería huir de ese destino, pero al mismo tiempo sentía que traicionaba a sus padres, que les estaba haciendo daño. Ya con el apoyo de la entidad, hizo un nuevo intento de entendimiento con ellos. Llamó por teléfono. Pero ellos seguían en sus trece, la acusaron de ser una ingrata y la sometieron a chantaje emocional. Así que, rota por dentro, más de lo que ya estaba, cogió las maletas y se fue. La primera noche fue una auténtica pesadilla. Sin poder dormir, sumida en el llanto y consumida por las dudas. Verbalmente maltratada durante toda la vida, además de haber sufrido episodios de violencia física, esa primera noche en su mente repitió una y otra vez todas las frases hirientes de su padre y su madre.

Rompió toda comunicación con ellos. Dispuesta a seguir con su formación, acabó su grado universitario y se matriculó en un máster en Barcelona, lo que implicaba dejar el piso y trasladarse de ciudad. La entidad la puso en contacto con la Fundación de la Esperanza, que cuenta con la Casa de Recés, un centro residencial que acoge a mujeres jóvenes en situación de vulnerabilidad y que ofrece un acompañamiento integral con el objetivo de favorecer su recuperación emocional y promover su autonomía y empoderamiento para lograr una emancipación con garantías.

Aún anímicamente débil, con la autoestima por los suelos, anulada como persona, en pleno duelo por la pérdida de sus padres y sin haber aprendido a decidir por ella misma, Luna halló en la Casa de Recés la paz y el apoyo necesarios para encontrarse a sí misma y reconstruirse. Aprendió también a pedir ayuda. La convivencia con otras jóvenes con situaciones de violencia a sus espaldas, algunas con experiencias vitales similares a la suya, también ayudó. Se apoyaban mutuamente. Allí empezó de verdad a nacer la nueva Luna.

“Luna era una mujer nueva, que se quería
y sabía cuidarse.”

El proceso de recuperación se truncó cuando en verano fue a ver a sus padres. Es una buena hija, los echaba de menos. Y aprovechó para realizar el enésimo intento de aproximación. El viaje fue duro pero revelador: ni ellos la entendían ni ella los entendía. Volvieron los miedos y la distorsión, pero allí estuvo el equipo de la Casa de Recés para acogerla, cuidarla, apoyarla y darle las herramientas para recomponerse y seguir adelante. También la ayudaron a encontrar un empleo que le diese ingresos para poder ahorrar y preparar su salida. Al margen de toda esta ayuda, lo que la mantuvo cuerda fue saber dónde quería ir. Cuando salió de la casa, a los dos años y cuatro meses de haber entrado, Luna era una mujer nueva, que se quería y sabía cuidarse. Los traumas y las heridas estaban, y siguen estando porque no desaparecen nunca, pero sabe cómo gestionarlos. Cuando se siente vulnerable, se lo permite, porque ya sabe cómo recomponerse.

Y ha llegado donde quería. Hoy, casi con treinta años, Luna es una mujer feliz, independiente, abierta a la vida y al amor, segura y orgullosa de sí misma, que trabaja en lo que le apasiona, que ha aprendido a llamar familia a personas que no son de su sangre, que ha hecho las paces consigo misma y con su pasado. También con sus padres. De corazón generoso, los ha perdonado. Al final ha sido más fácil que ella entendiera a su familia, aunque no comparta su manera de ver la vida, que sus padres la entendieran a ella. Es lo que hay, no dan más de sí, se repite. Sus padres no lo reconocen abiertamente, pero también están orgullosos de su niña. No se lo dicen, pero se lo hacen sentir. Han retomado un cierto contacto y ahora es ella quien pone los límites. Hasta se permite viajar para visitarlos unos pocos días.


Hoy da las gracias a su yo niña, a esa pequeña que desde la azotea de su casa hablaba con la Luna, por haber sido fuerte, resiliente y valiente. Por haber seguido adelante, por no haber cejado en su empeño. Gracias a esa niña hoy está donde está y cuenta su historia para que otras niñas y jóvenes no tengan que pasar por lo mismo. Los matrimonios forzosos existen, son una realidad invisible, una violencia soterrada que, incluso a veces, tienen un fatal desenlace, como el caso de las jóvenes hermanas de Terrassa asesinadas la primavera de 2021 en Pakistán. Pero hay salida, se puede alterar el curso del destino que han escrito los mayores. Es un camino duro, pero merece la pena recorrerlo. Luna da fe de ello.

Luna halló en la Casa de Recés la paz y el apoyo necesarios para encontrarse a sí misma y reconstruirse. Aprendió también a pedir ayuda

Compartir