Podría trabajar más horas para escalar posiciones en la empresa, podría montar su propio negocio para sentir la adrenalina del emprendimiento, podría sentarse a leer cualquiera de las casi cuatrocientas obras de física y matemáticas que conforman su biblioteca... En lugar de eso, Antonio pone su tiempo, sus valores y sus conocimientos al servicio de jóvenes en situación de vulnerabilidad social de Ciutat Vella en calidad de voluntario de la Fundación de la Esperanza. Ha recibido tanto de la vida, ha tenido tanta suerte con sus padres, su esposa, sus tres hijos, el trabajo y los bienes materiales que siente que tiene la obligación moral de devolver algo a la sociedad. Y lo hace sin esperar nada a cambio. Con un “gracias” de los jóvenes estudiantes, se siente más que pagado. La riqueza no siempre se mide en dinero.
Hace ocho años decidió colaborar como voluntario. Hoy sigue, tres tardes por semana.
Hubo un tiempo en que Antonio, el tercero de cinco hermanos de una familia de payeses de Riudoms (Baix Camp), vivía para trabajar, para triunfar. Estaba en modo éxito. Éxito económico. Licenciado en Física, y tras una breve experiencia laboral en un laboratorio, que dejó porque no le acababa de gustar lo que hacía, empezó a trabajar en una recién nacida empresa –hoy se hablaría de ella como una start-up– de restauración. Su prioridad eran las ventas, los márgenes, los objetivos, el bono… Y así fue durante muchos años. Pero llegó un día en que la compañía, que ya se había convertido en un actor importante en su sector, cambió de manos. Tras casi tres décadas de servicio, los nuevos propietarios decidieron prescindir de Antonio. Tenía cincuenta años y se había quedado sin empleo. Su mundo se hundió. Ese duro golpe fue en realidad una oportunidad para reenfocar su vida y hacer realidad lo que en sus años de juventud había aprendido en lecturas veraniegas de textos que profundizaban en el sentido de la vida y en el papel de cada uno en el mundo. Hay que transitar por la vida haciendo las cosas bien y haciendo el bien, dejando una huella positiva, de forma que cuando uno ya no esté, cuando muera, haya personas que sean un poco mejores de lo que hubieran sido si no hubieran interactuado contigo. Porque entonces el bien se propaga indefinidamente en el tiempo, puede llegar a ser enorme.
No es que hasta entonces no hubiera hecho el bien. Claro que lo hacía, con su familia, su gente, sus amistades, su entorno. Antonio es en esencia una persona buena. Pero decidió dar un paso más. Encontró un trabajo que le gustaba, también en el sector de la restauración, y que le permitía dedicar tiempo a esas otras cosas que le reportaban satisfacción y resultaban más gratificantes que engordar la cuenta corriente. Gracias a esta decisión, hoy se siente el hombre más feliz del mundo.
Se vinculó a la Fundación de la Esperanza. Su mujer, Roser, estaba realizando un apoyo de mentoría con dos jóvenes de origen sirio que llegaron a Barcelona, con su madre, desplazados por la guerra y por la devastación que sufría su ciudad, Alepo. En los encuentros se hacía hincapié en el refuerzo de la lengua, pero también en aspectos relacionales cuyo objetivo era favorecer su inclusión y que los recién llegados empezaran a tejer una red de personas de contacto en Barcelona. Roser, al ver la fragilidad –tanto física como emocional– de los hermanos, sugirió que Antonio se sumara a las sesiones. Una mentoría familiar, pensó, podría aportar elementos positivos a los jóvenes, por no decir que para ella era un respaldo contar con el apoyo de su marido. La Fundación de la Esperanza aceptó la propuesta y Antonio se apuntó encantado. La experiencia, que los llevó a compartir mesa y mantel en más de una ocasión, resultó muy positiva para unos y otros.
El contacto con esos jóvenes marcó un antes y un después. Antonio se interesó por otros proyectos de la entidad y decidió colaborar como voluntario. De eso hace ya ocho años. Hoy, tres tardes por semana, hace refuerzo de diferentes asignaturas, básicamente matemáticas y física, a alumnos de secundaria y bachillerato que están en el proyecto Aula Joven de la Fundación de la Esperanza, además de ayudar, cuando así se lo requieren, a jóvenes residentes de la Casa de Recés. Forma parte también del grupo de voluntarios y voluntarias que brindan apoyo a los estudiantes que se están preparando para las pruebas de acceso a la formación profesional y a la universidad.
La recompensa que recibe es muy grande y es lo que le tiene enganchado al proyecto. Si es necesario, alarga un rato más la atención a un alumno, casi hasta que se apagan las luces de la fundación, con tal que entienda el problema que tiene delante o pueda afrontar uno más. Venga, venga, cinco minutos más, otro ejercicio. Ánimo, tú puedes. Pero el conocimiento, las matemáticas, son la excusa. Tan importante es que aprendan las fórmulas del movimiento rectilíneo como que sepan que pueden ser buenos estudiantes, ayudarles a ganar autoestima, de la que normalmente andan escasos, que se convenzan de que pueden llegar a forjarse un futuro por ellos mismos en algo que les gusta y que en este camino se sientan seguros y acompañados. Se preocupa por ellos, por su bienestar, los escucha, incluso a veces fuera del aula. Antonio y todos los demás voluntarios de la entidad son referentes positivos para unos jóvenes que en muchas ocasiones carecen de ellos.
Antonio siente que recibe más de lo que da. Gracias es la última palabra que escucha antes de abandonar el aula. Y eso también siente que lo obliga, como lo obliga el esfuerzo que hacen algunas familias para que sus hijos reciban formación. Antonio no sabe hacer las cosas mal, nunca lo ha hecho, pero trabaja con más empeño si cabe para estar a la altura de estas familias con escasos recursos, pero con mucho compromiso. No daría clases por dinero, porque la docencia no es su vocación, pero sí lo hace, y encantado, por ayudar, por dar el empujón para que estos chicos y chicas acaben construyendo su propio futuro.
Ahora entiende por qué su madre, siendo él un niño, le decía que se despidiera de sus profesores al acabar el curso. Es gratificante, da felicidad. Como feliz se sintió cuando una de sus alumnas fue a decirle en septiembre que en junio había aprobado el examen que él le había ayudado a preparar. Celebra sus éxitos como si fueran propios.
En unos años, poco más de un lustro, Antonio se jubilará de la empresa para la que trabaja. Pondrá fin a su vida laboral remunerada. Pero en absoluto piensa jubilarse del voluntariado. No se ve sentado en un sofá leyendo el periódico o dando paseos al sol; con más tiempo, más podrá hacer. En su cabeza ya bullen nuevas ideas para facilitar el aprendizaje de las matemáticas, porque, sostiene, las matemáticas pueden enganchar a una parte de los alumnos siempre que se enseñen bien. De lo contrario, se acaban odiando.
El contacto con estos jóvenes es un baño de realidad. Una realidad que le duele. Siente que no tiene capacidad para arreglar el mundo, pero sí quiere poner su grano de arena para mejorarlo, para que estos chicos y chicas tengan las oportunidades que se les han negado por nacer donde nacieron. Unas oportunidades que sí tuvo él y que, junto a Roser, también ha proporcionado a sus tres hijos. Unos chicos que saben la suerte que han tenido en la vida y que entienden perfectamente que su padre intente enseñar matemáticas y educar en valores a otros jóvenes con menos oportunidades. Tanto lo entienden y tan buen ejemplo ha sido el que han recibido en casa, con la generosidad de Roser y Antonio, que dos de ellos, los menores, ya han hecho tareas de voluntariado en la Fundación de la Esperanza. La solidaridad corre por las venas de esta familia.
Antonio no quiere aplausos por lo que hace, quiere que toda la ovación se la lleven los jóvenes que, con el apoyo de la Fundación de la Esperanza, están labrándose un porvenir. Él solo da las gracias a la entidad por haberle dado la oportunidad de echar una mano y anima a más personas a ayudar, cada uno desde su experiencia y sus posibilidades.
Antonio, dice haciendo gala de su sincera modestia, es solo Antonio. Pero los que le conocen saben que Antonio es mucho Antonio. Ojalá hubiera más Antonios. El mundo sería un lugar mejor.
Antonio no quiere aplausos, quiere que toda la ovación se la lleven los jóvenes que, con el apoyo de la fundación, están labrándose un porvenir.