Elvard echa hoy la vista atrás y sonríe con ternura a la joven que, con veinte años, llegó a Barcelona para iniciar una nueva vida junto a Samuel, su marido. Si pudiera, le susurraría al oído que no sufra, que por muchas piedras que encuentre en el camino, y que a menudo le resulten insalvables, todo irá bien. Amor, asilo, genocidio armenio, pobreza, exclusión residencial y, por encima de todo, muchas ganas de forjarse un nuevo futuro se entremezclan en la historia de Alvard, un nombre que en armenio significa ‘rosa roja’ y que dice mucho de cómo es: bajo una apariencia frágil y delicada se esconde una mujer fuerte con una voluntad de hierro.
Nacida en Meghri, una pequeña localidad al sur de Armenia, en la frontera con Irán, país del que solo le separa el río Araks, Alvard emigró con sus padres y su hermano menor a la ciudad rusa de Rostov. Tenía doce años y Rusia, cuyo idioma no dominaba, le pareció poco acogedora. La adaptación no fue fácil, pero con tesón y esfuerzo, y el apoyo de la comunidad armenia de Rostov, lo consiguió. Acabó la escuela y se matriculó en la Universidad Federal del Sur para cursar estudios de Economía. Fue en esa época, en la etapa universitaria, cuando conoció a Samuel, un joven armenio, físico y abogado, que vivía en Barcelona desde 2004 tras haber huido de Rusia con toda su familia, padres y hermanos, por motivos sociopolíticos. Lo dejaron todo atrás; su vida estaba en juego.
Alvard y Samuel se conocieron en un foro en internet en el que jóvenes armenios debatían sobre el genocidio contra su pueblo. Se calcula que entre un millón y medio y dos millones de civiles armenios fueron perseguidos y asesinados por el gobierno de los Jóvenes Turcos en el Imperio otomano, entre 1915 y 1923. Días, semanas y meses de charlas, ya en privado, fuera del foro, pero aún en la distancia, los animaron a tener un encuentro cara a cara. El primero, en Armenia. Su querida Armenia. Su patria. Él viajó desde Barcelona; ella, desde Rostov. Aquella cita acabó, meses después, en boda. También en Armenia. Alvard regresó a Rostov para finalizar el cuarto curso de Economía y en verano de 2009 se instaló en Barcelona para iniciar una nueva vida.
A diferencia de la inhóspita Rostov, Barcelona la abrazó. Se sentía feliz, libre y relajada. Samuel y Alvard vivían con los padres de él, sus dos hermanos, ambos médicos, y sus esposas. Cuando las parejas jóvenes empezaron a tener niños, llegaron a ser doce personas de tres generaciones bajo el mismo techo. Vivieron momentos muy felices, no exentos de los roces propios de la convivencia, aunque el dinero, por la dificultad de encontrar trabajo, escaseaba. Alvard trasladó su expediente académico a la Universidad de Barcelona y se dispuso a estudiar el último curso de la carrera. A pesar de que aprendió castellano en tiempo récord durante ese verano, la tarea resultó más complicada de lo esperado. Aún no sabía catalán, algunas materias se le atragantaron y se quedó embarazada de su primera hija. El primer año aprobó algunas asignaturas; el segundo, ya con la pequeña Ana en casa, fue más difícil y tuvo que rendirse. No podía pagar el sobrecoste que supone matricularse de asignaturas suspendidas. Dejó los estudios. Es una espina que tiene clavada, que le duele.
Gracias a ayudas como la renta mínima de inserción de la Generalitat de Catalunya (sustituida en 2017 por la renta garantizada de ciudadanía) y algunos ahorros, la familia iba trampeando más mal que bien. Hasta que la situación socioeconómica se hizo insostenible y una entidad social les habló de la Fundación de la Esperanza. La entidad abordó de forma integral y sistémica la situación de la joven pareja, centrando el trabajo en sus competencias y potencialidades. Se acordó un plan de acción con Alvard y Samuel que incluía el apoyo para cubrir necesidades básicas a través de la entidad L’Hora de Déu y la participación de los dos hijos en el programa CaixaProinfancia.
Con los adultos se orientó la acción a reforzar y adecuar sus capacidades a las demandas del mercado de trabajo a través del programa Incorpora, que facilitó la realización de cursos y el acceso a prácticas en empresas. Ambos eran jóvenes sobradamente preparados, con dos títulos universitarios en el caso de Samuel, y con dominio de varias lenguas: armenio, ruso, inglés, castellano y algo de catalán. Pero de poco o nada les servían estos conocimientos para encontrar empleo. Con Samuel, además de intermediar en diferentes ofertas laborales, se trabajó en mejorar su empleabilidad mediante diferentes cursos del Servicio Catalán de Empleo: logística, recursos humanos, construcción... En el caso de Alvard, un curso de atención al cliente que le permitió un primer empleo en la cadena C&A.
El tiempo, la escucha y el interés por su historia fueron clave en el trabajo con la familia. Eso permitió generar un vínculo a través del cual el equipo de la Fundación de la Esperanza pudo conocerlos mejor, comprender la situación que atravesaban y cómo la vivían y, por supuesto, conocer sus aspiraciones.
Estaban en estos procesos de formación y de búsqueda activa de empleo cuando la situación volvió a torcerse y de qué manera. Vivieron un desahucio. Uno de los hermanos de Samuel, el que era el titular del contrato de alquiler de la vivienda que compartía toda la familia, se marchó a otro piso con su esposa e hijos. Los que se quedaron no pudieron hacer frente al pago del alquiler; tampoco podían acceder a una vivienda social al no ser titulares del contrato de arrendamiento. Alvard reprime una lágrima al recordar esos tiempos tan oscuros. Ellos, que venían de familias en las que no se conocía la penuria, debían enfrentarse con una niña de tres años y un bebé recién nacido, su segundo hijo, Daniel, a un desahucio. Pero había luz al final del túnel, una luz que prendía la Fundación de la Esperanza, que facilitó a Alvard y a su familia el acceso a un piso de alquiler social de la entidad Fomento de la Vivienda Social, con la que tenía un convenio de colaboración. Hasta que la familia pudo acceder a este piso, la fundación acordó con servicios sociales un alojamiento provisional, un ínterin que duró seis meses. Poder contar con la vivienda generó en la pareja la tranquilidad y seguridad necesarias para centrarse en su formación y búsqueda de empleo. Y lo encontraron, ella en la empresa Barça Licensing Merchandising, en la que sigue trabajando ya con un contrato indefinido, y él en una empresa medioambiental.
Era su momento. Por fin, pasaban a vivir los cuatro, como una familia, en su casa. Atrás quedaron las noches en vela, el miedo al futuro, la vergüenza por no poder ser autosuficientes. Alvard no quiere imaginarse qué habría sido de ellos sin la ayuda de la Fundación de la Esperanza. Una ayuda material, pero también anímica. A cada cita, Alvard llegaba triste, hundida, y salía con ganas, con esperanza. La fundación les ayudó a no rendirse. Les proporcionó la necesaria paz mental. Y ellos, que en todo el proceso demostraron una gran resiliencia, pusieron todo su empeño y todo su compromiso, con su futuro y con la crianza y educación de sus hijos, para salir adelante.
Samuel y Alvard sabían que la ayuda no era para siempre, que tenían que ahorrar y pensar en un proyecto de vida autónomo. Y ahorraron, y trabajaron y ahorraron más hasta que pudieron acceder a su primera vivienda en propiedad. De tener un futuro hipotecado a tener una hipoteca sobre la vivienda, un giro copernicano. La guinda a esta nueva etapa fue el nacimiento en 2019 de Dante, el benjamín de la familia.
Si algo preocupa ahora a Alvard, hasta el extremo de llevarla al llanto, es la seguridad de sus padres, de nuevo instalados en Meghri, una zona en casi permanente conflicto a cuenta de la disputa territorial sobre Nagorno Karabaj. Le gustaría tenerlos cerca, alejarlos del silbido de las balas, pero sus padres ni se lo plantean. Ellos son armenios, allí está su vida, su tierra.
Los sueños de Alvard, excepto uno que no se permite confesar, pasan ahora por sus hijos, por verlos crecer felices y cumpliendo sus ilusiones. Ana quiere ser bióloga; Daniel, futbolista, como lo fue su padre en su juventud, y militar en las filas del Barça. Y que los tres, Ana, Daniel y Dante, lleven la patria armenia dentro de su corazón y se sientan orgullosos de ella. Alvard quiere poner su granito de arena para que su país y su historia no desaparezcan. La existencia de Armenia, con solo tres millones de armenios dentro del país y siete en la diáspora, está en juego. Así que en casa hablan armenio; Ana ya sabe escribirlo y leerlo, Daniel empieza ahora con la mejor maestra, su madre, y no hay fiesta, ya sean Navidades o Pascua, en la que en casa de Samuel y Alvard no se sirvan comidas típicasdeArmenia.Comolatolma,una receta a base de carne picada y arroz envuelta en hojas de parra. Un bocado cuyo origen se disputan varios países, desde Grecia hasta Turquía, pasando por Armenia y otros países caucásicos.
Alvard echa hoy la vista atrás y, con ternura, le susurra a la joven que llegó a Barcelona con veinte años: “No sufras. Todo ha ido bien.”